Onomatopeya, la palabra que hoy en día usamos para englobar a todos los términos que describen ruidos o imitan de manera discursiva el sonido de un objeto, surgió a partir de un vocablo latino (onomatopoeia) que, a su vez, procedía de un término griego.
Como sabrán muchos de ustedes, gran parte de las onomatopeyas resultan de gran valor para el mundo del cómic ya que permiten enriquecer a las historietas con efectos que dan idea de explosiones y disparos, por citar algunas posibilidades.
A nivel general, se pueden apreciar diversas clases de onomatopeyas que varían de acuerdo a la fuente tomada como inspiración para su creación. Aunque no todos los idiomas contemplan el mismo tipo o cantidad de onomatopeyas (la lengua japonesa, por ejemplo, es la que más onomatopeyas ha adoptado dentro del vocabulario común), es posible determinar la existencia a escala global de onomatopeyas de animales (para simbolizar desde la perspectiva española como “miau” el maullido de los gatos y “guau” al ladrido canino, entre otros), de onomatopeyas de golpes (“paf”, “cataplúm”) y de onomatopeyas de ruidos (“atchís”, “brrruuum”, “crash”).
Claro que, al tratarse de una herramienta que pone en palabras un estímulo auditivo, hay infinitas posibilidades de armar onomatopeyas. Por eso, muchas veces hacemos uso de onomatopeyas del ámbito informático (representamos como “click” al sonido del mouse), otras inspiradas en fenómenos meteorológicos (como “plic, plic” para las gotas de lluvia, “fffssshh” para el viento) y hasta las aplicamos en el plano deportivo (“pin-pon”, “chass”), por describir otras alternativas.