Al apreciar las características de varios alimentos o al interiorizarse en las formas que existen para ver crecer una planta, uno advierte la existencia de un vocablo que muchas personas repiten a diario pero que pocas saben describir de manera adecuada: semilla.
Esta palabra, como sabrán quienes hayan consultado a la Real Academia Española (RAE), hace referencia tanto a los granos de diferentes formas que dan origen a una planta como al componente de los frutos que atesora en su interior el embrión que podría reproducir la especie. Asimismo, se trata de un término empleado en circunstancias en las cuales se desea mencionar el origen de algo.
Si la idea es profundizar los conocimientos acerca de las semillas, es fundamental saber que no existe una única clase de semillas. De acuerdo a sus características, propiedades y particularidades, estos pequeños cuerpos que también se reconocen bajo el nombre de pepitas se dividen en múltiples categorías.
Existen, por ejemplo, las semillas ortodoxas (aquellas que logran sobrevivir a ciclos de desecación y congelamiento y se conservan ex situ, como ocurre con las semillas de la palmera Phoenix Dactilifera) y las semillas recalcitrantes (o no ortodoxas, grupo que no consigue subsistir frente a condiciones de frío y aridez cuando se las conserva ex situ, como ocurre con las semillas del mango y de algunas plantas medicinales).
Las semillas oleaginosas, por su parte, son pepitas de las cuales es posible extraer aceite, un producto que en ocasiones es apto para ser ingerido y, en otras circunstancias, sólo aconsejado para usos industriales.
¿Qué variedades de semillas podemos hallar a nivel internacional? Pues semillas de sésamo (presentes en bocados dulces y algunos panes), semillas de girasol (muy consumidas por el ser humano a modo de aperitivo) y semillas de mostaza (que pueden emplearse en la gastronomía en sus versiones marrón, blanca y negra), entre muchas otras.