A la naturaleza hay que cuidarla y protegerla pero, lamentablemente, muchas veces el ser humano la daña por egoísmo, soberbia y ambición. Si bien existen agrupaciones ecologistas que se esfuerzan por inculcar respeto hacia el medio ambiente, todavía hay prácticas dañinas que se reiteran a escala mundial sin ninguna clase de límites ni controles. En este marco aparece la deforestación.
El acto de deforestar se basa en sacar de un territorio la vegetación natural, es decir, de talar árboles a gran escala, una acción que lleva a la desaparición de los bosques.
A lo largo de la Historia se ha apelado a la deforestación para conseguir terrenos de cultivo, para reforestar con árboles capaces de generar mayores beneficios económicos, para sacar provechos de la explotación maderera y para construir carreteras, viviendas o realizar otras obras. Cabe resaltar que existen deforestaciones planificadas (proyectos autorizados y sujetos a límites y controles con finalidades concretas) y deforestaciones no planificadas (las que generan más daños y complicaciones por no enmarcarse en un plan lógico o puntual de trabajo, son las que deben ser evitadas y combatidas para garantizar el cuidado de los suelos).
Más allá de las causas que intenten justificar la deforestación, cuando este plan se lleva a cabo no sólo se atenta contra un gran número de árboles, ya que también se pone en peligro a las especies que habitan la zona, se dañan los suelos y se quita la posibilidad de oxigenar el entorno, generando como consecuencia un incremento de la contaminación ambiental.