El diccionario de la Real Academia Española (RAE) no acepta en nuestro idioma el término smog pero sí lo admite con una ‘e’ inicial. Es decir, en castellano lo correcto es citar este término derivado de una construcción inglesa que fusiona ‘smoke’ (humo) y ‘fog’ (niebla) como esmog. De todos modos, si uno rastrea artículos periodísticos o menciones en diferentes plataformas de comunicación advertirá que se utiliza tanto smog como esmog.
De acuerdo a la teoría, el esmog aparece en ámbitos urbanos en forma de niebla, aunque su composición incluye partículas en suspensión, múltiples sustancias contaminantes y humo.
Este fenómeno de alcance mundial (puede advertirse, por ejemplo, en Londres, Ciudad de México, Buenos Aires y Santiago de Chile), en base a su origen y las características que evidencie, puede encuadrarse en dos categorías: una que lo define como industrial y otra que lo presenta como fotoquímico.
El smog industrial, también conocido como smog gris, tiene la particularidad de surgir por actividades que generan emisiones de azufre y hollín, sustancias que contaminan el aire y atentan contra la salud de los seres vivos que entran en contacto con él. Según indican los expertos que estudian esta clase de problemas, la combustión de carbón es la causa principal del smog industrial.
El smog fotoquímico, por su parte, se genera por el ozono derivado de ciertas reacciones de raíz fotoquímica que surgen en entornos urbanos con clima cálido, escaso movimiento de masa de aire, un tráfico intenso y con centrales eléctricas en funcionamiento. Esta modalidad se evidencia con una nube de tonalidad plomiza u oscura que suele provocar irritación ocular y problemas respiratorios, entre otros inconvenientes.