La lengua nos permite tener desarrollado el sentido del gusto, a través del cual tenemos la posibilidad de apreciar y distinguir sabores. Al ingerir un alimento o bebida, nuestro organismo interpreta las señales (tanto gustativas como olfativas) disparadas por la sustancia en cuestión y consigue reconocer qué clase de sabor posee aquello que comimos o bebimos.
Hay, como se advierte al poner a prueba nuestro paladar, sabores amargos (la opción que menos se disfruta y que es característica de los venenos, aunque también se pone de manifiesto en numerosos medicamentos, ciertos chocolates, en las berenjenas y en las cáscaras o pieles de los cítricos); sabores dulces (uno de los más extendidos y preferidos a nivel universal, el cual aparece en productos con un elevado nivel de carbohidratos o con edulcorante añadido. Las tortas, la mayoría de las galletitas, los postres y las mermeladas son parte del conjunto de alternativas de dulce sabor); sabores ácidos (el limón, algunos caramelos, el vinagre, el pomelo y la ciruela integran este grupo) y sabores salados.
Este último sabor mencionado es uno de los más fáciles de reconocer y de encontrar a la hora de alimentarnos. La mayoría de las gastronomías del mundo contiene un número importante de platos salados, pero no todas las propuestas culinarias resultan saladas por el mismo motivo ya que hay ingredientes salados naturalmente y preparaciones que requieren distintas clases de sal o condimentos (como la salsa de soja, por ejemplo) para potenciar sus sabores naturales. Las pastas, el arroz y la pizza son algunas de las comidas que se caracterizan por ser saladas.
Cabe resaltar que, cuando los sabores se combinan, surgen resultados diversos que pueden gustar o no pero que el organismo logra interpretar como un sabor exótico o poco convencional, como ocurre al fusionar lo dulce y lo ácido dando lugar a un sabor agridulce (como las salsas agridulces, el pollo agridulce, etc.).