El vocablo latino olīvum es el antecedente que impulsó la idea de olivo, una palabra que identifica a un árbol de diminutas flores blanquecinas dispuestas en racimos, copa amplia y tronco de grosor considerable donde crece la aceituna, un fruto que el ser humano consume ya sea en su forma molida (en el aceite de oliva, por ejemplo) o en su variante sólida (como parte de aperitivos o complemento de platos como la pizza, las empanadas y ciertos sandwiches).
Si bien al mencionar este concepto se busca hacer foco en una misma familia de árboles con sensibilidad a temperaturas extremas, hay que tener en cuenta que no existe una única clase de olivo. Hay, según se cuenta, alrededor de doscientos tipos de olivos, entre los cuales aparece el arbequín (ejemplar de tamaño medio muy popular en la zona de Cataluña y del cual se obtienen las denominadas aceitunas manzanillas) y el acebucheno (crece en tierras poco propicias y no suele dar un buen nivel de frutos).
Tampoco se pueden dejar de mencionar al olivo silvestre (una variedad cuyo fruto se conoce con el nombre de acebuchina), al gordal (muy cultivado en territorio sevillano), al nevadillo blanco (con origen en la provincia española de Jaén y valorada a nivel mundial por la excelente calidad de su aceite) y al verdial (cuyos frutos poseen un nivel graso elevado), aunque si uno investiga en mayor profundidad descubrirá la existencia de muchas otras variedades que extienden por el mundo el alcance de los olivos.